dijous, 4 d’abril del 2013

Un viratge


De Diálogo


Un viraje significativo en el debate del sacerdocio femenino

Si las mujeres pueden, o no, participar del poder jerárquico de la Iglesia es una cuestión que, a partir de mediados del siglo XX, y en lo que va del actual, ha experimentado en forma progresiva un giro positivamente favorable. (Por lo menos en lo que atañe a la razonabilidad del concepto, aunque no todavía en las con-secuencias prácticas).

¡Qué distinto es hoy el enfoque de este tema respecto de épocas pasadas!... Antes, imperaba la uniforme mentalidad de que el género femenino debía permanecer ajeno al orden sagrado, que era un sacramento “reservado en exclusividad a los varones”. Las mujeres, por serlo, quedaban excluidas del mismo...

Pero, tras los avances de los estudios investigativos, se ha logrado esclarecer la verdad acerca de este y de muchos otros asuntos. Merced a la versación y a la tesonera labor de numerosos especialistas en el campo teológico, bíblico e histórico, se ha proyectado una nueva y meridiana luz sobre datos y testimonios de la Sagrada Escritura y de la Tradición patrística, que, hasta hace unas décadas permanecían como disimulados o tal vez olvidados. Pues bien, esos datos y testimonios han sido “redescubiertos”, para expresarlo de algún modo, por hermeneutas y teólogos cristianos, los cuales, en el ejercicio de su rol tan meritorio, casi insustituible, nos muestran con suficiente claridad un hecho inocultable como el siguiente:

Las mujeres, en la Iglesia primitiva –matriz original de la verdadera Iglesia–, no sólo descollaron (tal cual ha sucedido siempre hasta nuestros días) por su fe y devoción, por su constancia en el trabajo y en el sacrificio, sino que, además, muchas entre ellas, sin ningún tipo de impedimento en razón del género, fueron dotadas de “poderes sagrados” junto con los ministros varones. Dentro de una extensa lista, nos permitimos mencionar por lo menos a Evodia y Síntique (Filipenses 4, 2-3); a Prisca, esposa de Áquila (Romanos 16, 3); a la “hermana” Apia (encabezamiento de Filemón); a Febe, investida del diaconado (Romanos 16, 1)

Pero el caso más notable y definitorio es el de una mujer (JUNIA), perfecta-mente identificada, la cual, sin lugar a dudas, fue nada menos que apóstol, a la par de los varones, y apóstol de “diez puntos”. A eso equivale la calificación que le asignan san Pablo en Romanos 16, 7 y después de él san Juan Crisóstomo, en un encomiástico sermón en su sede episcopal de Constantinopla (sobre el particular volvemos más adelante).

Está claro que la inclusión de mujeres, junto con los varones, en el nivel jerárquico, representa para el observador imparcial un rasgo objetivo de la Iglesia primitiva –auténtica raíz de la Iglesia pensada y querida por Cristo y los apóstoles–. Y según todos los indicios, esa fue la realidad en la conducción eclesial hasta mediados del siglo II cuando, por razones desconocidas, tal vez de orden práctico o disciplinario, las mujeres quedaron “de facto” excluidas del grupo jerárquico en significativas zonas, aunque en otras se mantuvieron hasta el siglo XIV. Desde entonces –lo que parece increíble–, ellas siguen ausentes del ministerio sacro, víctimas de la inercia y los prejuicios.

No se puede ocultar que, durante las recientes décadas, se ha producido dentro del debate sobre el sacerdocio de las mujeres un giro de ciento ochenta grados, el cual nos está mostrando un antes y un después, diametralmente opuestos. En épocas anteriores, sustentar la tesis a favor de la ordenación de las mujeres equivalía en el ambiente oficial de la Iglesia a una postura francamente errónea (e incluso no faltaría quien la tildase de conducta “próxima a la herejía”)... En la actualidad, en cambio, según el criterio de los entendidos en la materia, son cada vez más gravitantes y decisivas las razones que nos liberan de la herencia de temores y prejuicios y nos permiten reconocer que Dios puede depositar la semilla de la vocación al orden sagrado no sólo en los varones sino también en las mujeres.

Mantengamos abierto nuestro espíritu a los mensajes que el Señor nos hace llegar por medio de la Sagrada Escritura y de la auténtica tradición. Así, por ejemplo, si el Apóstol de los gentiles menciona a Febe (que era mujer) y le reconoce el título de diácono como a los diáconos varones (que ejercían funciones jerárquicas), y si, por añadidura, Pablo asevera que en el numeroso grupo de apóstoles (que eran, por supuesto, muchos más de doce), al lado de los varones, ostentaba idéntico título y rol de apóstol una mujer llamada JUNIA, ¿qué margen le queda entonces a un católico, razonablemente informado, para aceptar la enseñanza según la cual, por voluntad divina, las mujeres, por serlo, no pueden acceder al sacramento del orden? ¿Concuerda tal idea con el hecho de que ellas recibieron y ejercieron los “poderes sagrados” en las dos primeras centurias, tan importantes por la cercanía cronológica y doctrinal respecto del divino Fundador, y por la presencia rectora de los apóstoles y sucesores inmediatos, diligentes custodios de la enseñanza y de las órdenes y deseos del Divino Maestro?

A propósito de Junia, la mujer apóstol, no sólo nos instruye la Biblia mediante las palabras de Pablo, sino que también reafirman sus realidades numerosas y calificadas referentes de la tradición patrística. Estos no se detienen en disquisiciones abstractas o teóricas sobre la posibilidad, o no, del caso, pues con toda lógica piensan que “contra el hecho no hay argumento que valga, por más contundente que pretenda ser”.

En las líneas anteriores aludimos al entusiasmo de san Juan Crisóstomo, el gran patriarca del Oriente quien, al referirse a Junia, expresa: “Ser apóstol, es algo grande. Pero ‘ser ensalzada’ entre los apóstoles, ¡qué extraordinaria alabanza significa eso! ¡Cáspita! ¡Aquella mujer debió haber tenido una gran personalidad para merecer el título de apóstol!” (Cfr. Ariel Álvarez Valdés, Enigmas de la vida de san Pablo, p. 101, editorial San Pablo). El Crisóstomo está acompañado por la inmensa mayoría de los Padres de la Iglesia y de los autores de la antigüedad en los comentarios a la Carta a los Romanos. Unánimemente y con total convicción reafirman, primero, que Junia es una mujer y, segundo, que esa mujer es auténticamente apóstol como los otros.

Si una mujer, en el plano de los dones sobrenaturales y de los poderes sagrados, puede recibir lo más: “ser apóstol”, ¿qué sentido tiene enseñar que a la mujer, por ser mujer, le está vedado acceder al sacramento del orden?

Abrigamos la esperanza de que se produzcan en la Iglesia gestos de positiva apertura en este aspecto, como signo de reparación histórica y presagio de copiosos bienes.

Por Rodolfo A. Canitano

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